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domingo, 30 de marzo de 2014

YO ME INVITO A MÍ MISMO Y LOS ACECHO

Después de este abandono temporal de mi casa en la luna -he andado vagando por lugares del espacio que nunca me había atrevido a visitar-, he regresado para contemplar el inicio de una primavera que más bien parece la prolongación del invierno frío y lluvioso que hemos tenido.

Sin embargo, no me importa este principio tan poco acogedor, porque a pesar de todos los temporales la  vida no se detiene, los seres vivos siguen puntualmente sus ciclos y se renuevan. Y ya es inevitable escuchar cada amanecer el canto del mirlo sobre algún lugar más o menos elevado, una cornisa, un árbol, una antena… o el del verdecillo al regresar a casa a mediodía, y durante toda la tarde. O ver a los jilgueros construyendo sus nidos sobre las ramas de las acacias aún desnudas.

Hace tiempo escribí un artículo en la revista "Senderos de Extremadura" -en la que firmo como El que camina-,  basado en un poema de Neruda titulado "El poeta se despide de los pájaros" del libro "Arte de pájaros" del mismo autor. Y es que yo me siento igual, los acecho, los observo, los escucho… a los pájaros, quiero decir, no lo puedo evitar, soy una desesperada pajarera.


YO ME INVITO A MÍ MISMO Y LOS ACECHO.

Se me enredó un hilo de araña en una pestaña cuando salí a pasear tras la lluvia. El suelo del parque se había convertido en una trampa para los zapatos de suela lisa, y las hojas desprendidas con el viento furioso de la tormenta, mojadas en el suelo mojado, se colocaban, pícaras, bajo los pasos.
Fue una lluvia repentina y abundante de finales de abril. Cuando ya la primavera parecía haber instalado su efímero reinado por estas tierras, se desencadenó un viento bravo que trajo nubes grises cargadas de agua. Y se tornó la tarde oscura y se vino de nuevo el húmedo frío a recorrer las calles de la ciudad por unas horas.
El aguacero cesó antes del atardecer. Y salí a caminar. El sol se atrevió a asomarse unos instantes, lo justo para iluminar lo alto de las más altas fachadas antes de perderse en el confín de los cielos.
Paseaba con tranquilidad, sintiendo el aire fresco que dejó la lluvia, cuando allá sobre una cornisa escuché el canto del mirlo que se afanaba en dejar constancia de la continuidad de la primavera. Su silueta elegante, su negra librea y su pico amarillo naranja se recortaban en lo alto. Su canto parecía despedir a los breves rayos de sol que alumbraban lo que quedaba del día.
El mirlo común (Turdus merula) es muy tempranero –leí en el Libro de Extremadura-. Canta todo el día, pero lo hace con más ahínco antes del amanecer y al anochecer. A menudo levanta la cola y en el suelo corre y da saltitos. Siempre está a punto para esconderse bajo un arbusto cuando algo le molesta”.
El negro pájaro insistía en su melodioso gorjeo aflautado. Un silbido sonoro y elegante. Un canto repetido fácil de recordar. Como quedaba tiempo de luz, me senté en un banco del parque a escucharlo, a la vez que releía poemas que antaño anoté en el Libro:
Me has rogado que retenga
en los ojos la explosión de amapolas,
que no olvide mirar a la cornisa
donde el mirlo despide las horas.
Hasta que voló lejos y su canto se confundió con el sonido del tráfico.
Entonces apareció ante mi nariz un duende. Al principio pensé que se trataba de un ave diminuta, pues me despistaron sus alitas emplumadas. Pero enseguida vi que no se trataba de ningún pájaro. Era un duende. Un duende de las aves. Allí estaba, mirándome, suspendido en el aire. Con su sombrero pardo y sus alas pardas. Había oído hablar de ellos hacía mucho tiempo, a un viejo pajarero. Me contó que le molestaban cuando ponía las trampas para coger pajaritos y que “son menudos y muy vivos, y vuelan rápido, como esos pájaros pequeños de pico largo que van de flor en flor…”.
El duende me habló:
-¿Eres tú el que camina?
-Yo soy- le respondí.
-¿Eres tú quien tiene abiertos los sentidos, quien mira, huele, toca, saborea y escucha?
-Así lo intento.
-Si eres capaz de emocionarte con las melodías y los trinos, ven conmigo y oirás la más bella de todas las canciones.
-Pero –objeté-, queda poco para que la luz abandone la ciudad. Entonces callarán las aves y dormirán.
-Acompáñame y escucharás al señor de la noche- insistió.
Y desapareció de mi vista tan deprisa que apenas pude seguirlo con la mirada. Hasta que volvió a posarse sobre mi nariz.
-¡Sígueme!
Atravesamos las calles, ya caída la tarde, entre el bullicio del tráfico y de las personas que regresaban a sus hogares. Y llegamos a las afueras donde todavía florecen algunos huertos a la vera de un arroyo que se nutre de las aguas que descienden de las sierrillas que rodean la ciudad. En la ribera en calma crecen las zarzas, espesas, frondosas, y huele a menta, a poleo, a hierbabuena. Escondidos tras una tapia derruida, nos sentamos a esperar. Y al caer la noche, comenzaron a sonar los primeros acordes.
Como el agua que fluye en las fuentes,
campanilla y cristal que divierten.
Como el recio caer de la lluvia,
que en el suelo abandona la furia.
Cascabel, ocarina, espuma y ardor,
se desgrana en la noche la copla de amor.
El canto complejo, de ricas melodías, potente y repetitivo se dejó oír en la zarza más cercana y por más que fijaba la vista no conseguía ver al emisor de tan bella canción.
Es el ruiseñor (Luscinia megarhynchos) un ave extraordinariamente invisible. Las pocas veces que se deja ver sorprende por su sencillo plumaje, una librea marrón con las partes inferiores más claras y la cola de color castaño vivo. Pero su canto, una vez oído, ya no se puede olvidar. Durante el día, y en las cálidas noches de primavera, canta el macho sus amores mientras agita, trémulo, las alas descolgadas. Con razón los poetas han inmortalizado a este cantor inigualable.”
Cuando el Libro de Extremadura me desveló que se trataba de un ruiseñor, el duende de las aves me miró satisfecho. Nunca había pensado que tan cerca de la ruidosa ciudad pudiera habitar un ave de tan bello canto. Según me contaría más tarde, cuando regresábamos aún de noche por las largas avenidas, los primeros machos que llegan empiezan a cantar a mediados de abril, entre los setos enmarañados próximos al agua. Más tarde, en el nido oculto en el suelo o muy cerca de él, la hembra pone entre cuatro y cinco huevos que ella sola incuba. Y las crías, junto con sus padres, se marcharán a Africa antes de que empiece el otoño.
Habíamos vuelto al parque donde por la tarde se escuchaba el mirlo. Faltaban menos de dos horas para el amanecer y el pájaro negro cantaba de nuevo en la cornisa. El duende me invitó a sentarme en un banco. Y pronto se escucharon los cantos de otras aves.
El menudo chochín (Troglodytes troglodytes) gorjeaba con estridencia sus frases llenas de trinos. Pude verlo cuando se deslizaba cabeza abajo por el tronco de un árbol y lo seguí unos instantes entre los setos de aligustre hasta que se esfumó entre la hojarasca.
Pequeño como un ratón,
chiquito, pardo y chillón.
Canta fuerte, pajarín,
despierta a las flores de mi jardín.”
Ya cerca del amanecer sonaron los gorjeos de los verderones (Carduelis chloris) entre las acacias y catalpas. Y al hacerse de día, se escuchaba una melodía confusa, mezcla de jilgueros (Carduelis carduelis), otra vez mirlos, de nuevo chochines y verderones, verdecillos (Serinus serinus), y hasta el agudo fraseo rítmico de un agateador común (Certhia brachydactyla), que me dijo el duende, como un secreto, que criaba en un pequeño hueco del tronco de un inmenso laurel que crece al lado de la fuente del angelito que arreglaron no hace mucho.
¡Qué admiración me producen los cantos de las aves! Qué suerte el poder deleitarme con sus melodías en pleno centro de la ciudad. Cómo es verdad que a menudo no reparamos en la belleza de un trino cuando caminamos deprisa, sin tiempo para escuchar. ¡Cómo se acerca la Naturaleza hasta nosotros! Y cuántas veces prescindimos de ella… Cómo se pasan las primaveras sin darnos cuenta de que en nuestros tranquilos pueblos y en nuestras no muy grandes ciudades podemos disfrutar de bellos espectáculos naturales. Todavía me sorprende el poder escuchar a un ruiseñor tan cerca de donde habito.
Cuando los primeros viandantes invadieron el parque en el débil trasiego mañanero de un día de domingo, me despedí del duende sin poder ver por dónde se fue y regresé a casa. Antes de que me venciera el sueño, leí un fragmento de un poema de Neruda:
Poeta provinciano,
pajarero,
vengo y voy por el mundo,
desarmado,
sin otrosí, silbando,
sometido
al sol y su certeza,
a la lluvia, a su idioma de violín,
a la sílaba fría de la ráfaga …
… soy un desesperado pajarero,
no puedo corregirme
y aunque no me conviden
los pájaros a la enramada,
al cielo
o al océano,
a su conversación, a su banquete,
yo me invito a mí mismo
y los acecho
sin prejuicio ninguno:
jilgueros amarillos,
tordos negros,
oscuros cormoranes pescadores
o metálicos mirlos,
ruiseñores,
vibrantes colibríes…




Petirrojo (Erithacus rubecula)




Chochín (Troglodytes troglodytes)



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