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domingo, 14 de julio de 2013

DONDE DICE QUE ME AMA


Ahora que uno de mis relatos ha "cruzado el charco", quería compartir otra historia que también fue premiada en un concurso de cuentos cortos hace ya algunos años.

Al igual que "Invierno en Almoroquí", se trata de una historia real que ocurrió en mi familia. A mí me la contó tía Petra, que en realidad era mi tía abuela, pues era hermana de mi abuela materna. Tía Petra tuvo siete hermanos, cinco de ellos eran mujeres y algunas de ellas no tuvieron suerte en las cuestiones del amor.

En este relato que aquí dejo, una hermana de tía Petra quiso ser matrona al enviudar, pero la casaron con un mozo de casa pues era más conveniente y estaba mejor visto.

Algunas de las situaciones son inventadas, pero la trama es real como la vida misma.

Espero que les guste.


I
Por fin ha llegado. Anita, la que me cuida. Es peruana. Se ha retrasado porque es día de mercado, me cuenta.

-Anda, hija, siéntate y abre esta carta. El cartero ha leído el remite, y ya no veo nada. Tengo los ojos llorosos.

Anita saca un papel amarillento de un sobre amarillento, extrañada de tanta impaciencia, de esta tristeza en mi cara.

Me late el corazón como cuando era joven. Deprisa y con vigor. Como hacía tiempo que no latía.

Ahora sé que debí haberme ido. A pesar de todo y de todos. Pero eran otros tiempos. Una mujer, en mi situación, hubiera sido una vergüenza para toda la familia.


Anita empieza a leer:
“Querida Isabel:”


II
Lo recuerdo con claridad. El magnolio del patio de la casa de mis padres. ¡Qué hermoso era! A finales de verano llenaba el suelo de hojas secas. Y había que barrer todos los días. Aquella casa daba mucho que hacer.

Cuando mi hijo cumplió tres años, Ricardo acababa de llegar al pueblo. Apareció una mañana de septiembre en el coche de línea de los sábados. Le vi bajarse con su sombrero, su corbata, su maletín. La chaqueta en el brazo y la frente sudorosa. Alto y apuesto. Joven.

Yo iba con la leche a casa de los Sánchez, y me paró para preguntarme. Le indiqué dónde vivía don Esteban, su tío, el médico del pueblo durante casi cuarenta años. “Está muy mayor y quiere retirarse”, me dijo. “Me ha pedido que me quede un tiempo por si me interesa sustituirle. Me vendrá bien para adquirir práctica, pero mi intención es ejercer en la capital. Hay mucha necesidad.”

Y no le faltaba razón. La guerra había dejado mucha hambre y muchos enfermos, niños, sobre todo niños. Las madres, desesperadas, les daban raíces y plantas de los campos, y se les inflaban las barrigas. A veces aparecía por la sierra algún maquis herido que huía de la muerte.

Yo ayudaba a parir a las mujeres. Con hambre o sin ella, seguían naciendo niños. Había aprendido viendo a las matronas que asistían a las mujeres en sus partos. Mi hermana Petra me decía que era muy lista, que todo lo aprendía sólo con mirar.

Una tarde, a finales de octubre, Ricardo vino a casa para preguntarme acerca de mis prácticas de matrona y nos sentamos bajo las desnudas ramas del magnolio. Le conté entonces lo de la muerte de Pedro.


III
Fue por la mañana, muy temprano, cuando salía de casa con la cántara de leche recién ordeñada, como todos los días.

Me paró el alguacil.

-…en el frente de Madrid, anteayer, cerca del mediodía. Una bala perdida disparada con los ojos cerrados.
Como hacía Pedro. Me lo había contado en una carta: “cierro los ojos y disparo. No sé si le doy a alguno, Isabel, y así es mejor porque no lo quiero saber. Por eso los cierro.”

Pedro murió sin apenas conocer a su hijo.

-…en la cabeza. No sufrió, falleció en el acto.

Eso dijo el alguacil, y la leche tiñó de blanco las piedras de la calle.


IV
-Isabel, si no quieres caer enferma, no vayas tanto por el cementerio. Cuida de tu hijo, que ahora te necesita más que nunca y deja en paz a los muertos.

Con dureza, pero con razón, me lo dijo Ricardo algún tiempo después. Había ido a su consulta porque creía que mis dolores de cabeza, que ya duraban demasiado tiempo, eran algo más que el simple reflejo del dolor de mi corazón.

-Llevábamos casados veinte meses. A su hijo lo vio el día que nació y al siguiente partió para la guerra. No nos dio tiempo de nada.

Recuerdo su mirada tierna.

-He oído decir que sigues ayudando a parir a las mujeres a pesar de lo que hablamos. Ten cuidado, te repito que podrían denunciarte. No tienes título para ejercer de matrona.

Ya era enero. Ahora vivía en casa de mis padres, con mi madre, viuda como yo, y mi hijo. A mi padre se lo llevó la gripe del veintisiete. Desde que Pedro murió, seguía ayudando a las mujeres en los partos de sus hijos. 
Eso, y el negocio de las vacas, nos ayudaba a salir adelante cada mes, a mí y a mi familia. Aunque nada mitigaba la pena de mi corazón. Al menos eso creía hasta que me di cuenta de que su mirada aliviaba mi tristeza.


V
Por aquel entonces mi madre me hablaba, con cierta frecuencia, de la necesidad de no encontrarme sola al frente del negocio de la leche.

-Una viuda tan joven no debe estar sola y menos trabajando con animales, y con un niño tan pequeño. Deberías volver a casarte. La gente murmura, ¿sabes? Se ve muy a menudo a Ricardo entrando en esta casa.

Eso me dijo mi madre cuando ya empezaban a brotar las bellas flores blancas del magnolio, sin saber que yo albergaba una secreta esperanza.

Pero el tiempo pasaba y, al margen de una cada vez más estrecha amistad, disimulada muchas veces, Ricardo nada me decía.

La situación familiar se agravó repentinamente. Las tropas de soldados que fueron pasando por el pueblo durante la guerra habían arrasado con todo, “para alimentar a los hombres”, dijeron. La leche, las ovejas que mi padre reunió con tanto esfuerzo antes de morir. El vino, sobre todo el vino. En casa de mis padres siempre había de todo, de todo para todos. Para los hijos, los nietos y hasta para los criados. Hasta para compartir con quien no tenía de nada. Aún recuerdo a mi madre con la cesta llena de víveres. A menudo la acompañaba para que no cargase. “Déjala ahí, en ese zaguán. Y vámonos.”

Pero tras la guerra no quedaron más que unas pocas vacas que daban leche. Y en marzo unas fiebres, dijo el veterinario, acabaron con casi todas.

Había escasez y teníamos que trabajar más que nunca, empezar de nuevo. Y ese lazo familiar me atrapaba, me ataba la esperanza con un nudo que sólo Ricardo podía desatar.

VI

En abril del cuarenta, el magnolio se alzaba en mitad del patio con todo su esplendor, cuajado de flores.

Ricardo se presentó una tarde, como una de tantas tardes, en casa de mi madre.

-Mira Isabel, me marcharé en breve. Ya sabes, quiero trabajar en la capital… Pero verás, he pensado que podías venir a Madrid. En el hospital donde he encontrado trabajo obtendrías el título de matrona en pocos años y podrías estar con tu hijo. Allí te lo acogerían. Me he informado bastante bien, sólo tienes que rellenar unos papeles que te enviaré en cuanto me haya instalado.

Pero no me dijo que me amaba.

Mi madre se negó.

-Una mujer viuda y con un hijo, sola en Madrid. Qué vergüenza. Abandonar a tu madre y a tu familia.

Me lo dijo así esa misma noche.

Ricardo se fue en el coche del sábado.

-Te escribiré, Isabel. Te enviaré esos papeles. Convence a tu madre de que es una buena oportunidad para ti y para tu hijo y que no deberíais desaprovecharla.

Mi vida, que desde entonces empezó a depender de una carta, terminó aquel sábado en que le dije adiós en el coche de línea.

VII

Mi rostro palidecía con el paso del tiempo. Ya no era ni la sombra de lo que fui. Dejé por completo de asistir partos y vivía pendiente del cartero.

Como viera mi madre que los meses pasaban y seguía sola, y que mi hijo crecía y que “ya te he dicho muchas veces que no está bien que una mujer lleve un negocio de vacas”, convino en buscarme un marido.

-Piénsalo bien, hija, es conocido y buena persona, trabajador y de toda confianza. Es de la casa.

-Pero yo no le quiero, madre, ni siquiera me gusta.

-Eso es lo de menos, con el tiempo te gustará.

Y como no llegó ninguna carta, decidí arrojar mi esperanza a la vera del camino y seguir adelante con mi vida.

Mediado el mes de abril, un año después de la partida de Ricardo, me casaron. Con José, el mozo de casa, el que todas las mañanas venía para “lo que la señora disponga”. Alto, fuerte. De toda confianza.

-No tendré hijos con él, madre, te lo digo desde ahora.

Eso le dije el mismo día de la boda.

Tuvimos tres hijos. Mis cuatro hijos fueron la razón de mi nueva vida. La esperanza recogida del borde del camino.


VIII

-¿Cómo quiere que me sienta? ¡Han pasado más de sesenta años!

Así se lo he dicho al cartero que ha subido a casa y me ha entregado este sobre que parece estar viejo y sucio al tacto de mis dedos.

-Escuche, señora, para compensar tan lamentable error, Correos y Telégrafos ha acordado indemnizarle con esta cantidad que es proporcional al perjuicio que este lamentable extravío le ha ocasionado durante este tiempo.

Sesenta años. Se dice pronto. Para recibir, ahora que se me van los sentidos y con ellos la vida, la carta que siempre esperé, la que esperaba cada día. La que Ricardo escribió.

-Al retirar una mesa vieja, que llevaba allí… pues eso… más de sesenta años, ha caído al suelo la carta… La echaron al correo en mayo del cuarenta. Y la remite un tal Ricardo… se han borrado los apellidos. Desde Madrid.

-Qué quiere que le diga, señor cartero, el dinero no compensa los daños del alma.


IX

Anita se sienta frente a mí.

-Léemela. Hoy no veo nada.

“Querida Isabel:”

-Perdona, hija. Sáltate el resto y lee sólo donde dice que me ama.




La Región 13 de mayo de 2004

UNA CARTA TARDA 64 AÑOS EN LLEGAR A UN PUEBLO DE UNA LOCALIDAD CACEREÑA.

Una carta remitida desde Madrid en 1940, con dirección a una localidad de la provincia de Cáceres, llegó por fin a su destino esta semana, con “tan sólo” 64 años de retraso.

 La carta fue franqueada en Madrid el 13 de mayo de 1940, y remitida por un tal Dr. D. Ricardo. Iba dirigida a la señora Isabel García, residente en la calle Amargura, esquina con la calle Esperanza,  de la citada localidad cacereña.