Sin embargo, no me importa este principio tan poco acogedor, porque a pesar de todos los temporales la vida no se detiene, los seres vivos siguen puntualmente sus ciclos y se renuevan. Y ya es inevitable escuchar cada amanecer el canto del mirlo sobre algún lugar más o menos elevado, una cornisa, un árbol, una antena… o el del verdecillo al regresar a casa a mediodía, y durante toda la tarde. O ver a los jilgueros construyendo sus nidos sobre las ramas de las acacias aún desnudas.
Hace tiempo escribí un artículo en la revista "Senderos de Extremadura" -en la que firmo como El que camina-, basado en un poema de Neruda titulado "El poeta se despide de los pájaros" del libro "Arte de pájaros" del mismo autor. Y es que yo me siento igual, los acecho, los observo, los escucho… a los pájaros, quiero decir, no lo puedo evitar, soy una desesperada pajarera.
YO ME INVITO A MÍ MISMO Y LOS ACECHO.
Se me
enredó un hilo de araña en una pestaña cuando salí a pasear tras la lluvia. El
suelo del parque se había convertido en una trampa para los zapatos de suela
lisa, y las hojas desprendidas con el viento furioso de la tormenta, mojadas en
el suelo mojado, se colocaban, pícaras, bajo los pasos.
Fue una
lluvia repentina y abundante de finales de abril. Cuando ya la primavera
parecía haber instalado su efímero reinado por estas tierras, se desencadenó un
viento bravo que trajo nubes grises cargadas de agua. Y se tornó la tarde
oscura y se vino de nuevo el húmedo frío a recorrer las calles de la ciudad por
unas horas.
El aguacero
cesó antes del atardecer. Y salí a caminar. El sol se atrevió a asomarse unos
instantes, lo justo para iluminar lo alto de las más altas fachadas antes de
perderse en el confín de los cielos.
Paseaba con
tranquilidad, sintiendo el aire fresco que dejó la lluvia, cuando allá sobre
una cornisa escuché el canto del mirlo que se afanaba en dejar constancia de la
continuidad de la primavera. Su silueta elegante, su negra librea y su pico
amarillo naranja se recortaban en lo alto. Su canto parecía despedir a los
breves rayos de sol que alumbraban lo que quedaba del día.
“El mirlo común (Turdus merula) es muy
tempranero –leí en el Libro de Extremadura-. Canta todo el día, pero lo hace con más ahínco antes del amanecer y al
anochecer. A menudo levanta la cola y en el suelo corre y da saltitos. Siempre
está a punto para esconderse bajo un arbusto cuando algo le molesta”.
El negro pájaro insistía en su
melodioso gorjeo aflautado. Un silbido sonoro y elegante. Un canto repetido
fácil de recordar. Como quedaba tiempo de luz, me senté en un banco del parque
a escucharlo, a la vez que releía poemas que antaño anoté en el Libro:
“Me has rogado que retenga
en los ojos la explosión de
amapolas,
que no olvide mirar a la cornisa
donde el mirlo despide las horas.”
Hasta que voló lejos y su canto
se confundió con el sonido del tráfico.
Entonces
apareció ante mi nariz un duende. Al principio pensé que se trataba de un ave
diminuta, pues me despistaron sus alitas emplumadas. Pero enseguida vi que no
se trataba de ningún pájaro. Era un duende. Un duende de las aves. Allí estaba,
mirándome, suspendido en el aire. Con su sombrero pardo y sus alas pardas.
Había oído hablar de ellos hacía mucho tiempo, a un viejo pajarero. Me contó
que le molestaban cuando ponía las trampas para coger pajaritos y que “son
menudos y muy vivos, y vuelan rápido, como esos pájaros pequeños de pico largo
que van de flor en flor…”.
El duende
me habló:
-¿Eres tú
el que camina?
-Yo soy- le
respondí.
-¿Eres tú
quien tiene abiertos los sentidos, quien mira, huele, toca, saborea y escucha?
-Así lo
intento.
-Si eres
capaz de emocionarte con las melodías y los trinos, ven conmigo y oirás la más
bella de todas las canciones.
-Pero
–objeté-, queda poco para que la luz abandone la ciudad. Entonces callarán las
aves y dormirán.
-Acompáñame
y escucharás al señor de la noche- insistió.
Y
desapareció de mi vista tan deprisa que apenas pude seguirlo con la mirada.
Hasta que volvió a posarse sobre mi nariz.
-¡Sígueme!
Atravesamos
las calles, ya caída la tarde, entre el bullicio del tráfico y de las personas
que regresaban a sus hogares. Y llegamos a las afueras donde todavía florecen
algunos huertos a la vera de un arroyo que se nutre de las aguas que descienden
de las sierrillas que rodean la ciudad. En la ribera en calma crecen las
zarzas, espesas, frondosas, y huele a menta, a poleo, a hierbabuena. Escondidos
tras una tapia derruida, nos sentamos a esperar. Y al caer la noche, comenzaron
a sonar los primeros acordes.
“Como el agua que fluye en las fuentes,
campanilla y cristal que divierten.
Como el recio caer de la lluvia,
que en el suelo abandona la furia.
Cascabel, ocarina, espuma y ardor,
se desgrana en la noche la copla de
amor.”
El canto
complejo, de ricas melodías, potente y repetitivo se dejó oír en la zarza más
cercana y por más que fijaba la vista no conseguía ver al emisor de tan bella
canción.
“Es el ruiseñor (Luscinia megarhynchos) un
ave extraordinariamente invisible. Las pocas veces que se deja ver sorprende
por su sencillo plumaje, una librea marrón con las partes inferiores más claras
y la cola de color castaño vivo. Pero su canto, una vez oído, ya no se puede
olvidar. Durante el día, y en las cálidas noches de primavera, canta el macho
sus amores mientras agita, trémulo, las alas descolgadas. Con razón los poetas
han inmortalizado a este cantor inigualable.”
Cuando el Libro de Extremadura me
desveló que se trataba de un ruiseñor, el duende de las aves me miró
satisfecho. Nunca había pensado que tan cerca de la ruidosa ciudad pudiera
habitar un ave de tan bello canto. Según me contaría más tarde, cuando
regresábamos aún de noche por las largas avenidas, los primeros machos que
llegan empiezan a cantar a mediados de abril, entre los setos enmarañados
próximos al agua. Más tarde, en el nido oculto en el suelo o muy cerca de él,
la hembra pone entre cuatro y cinco huevos que ella sola incuba. Y las crías,
junto con sus padres, se marcharán a Africa antes de que empiece el otoño.
Habíamos
vuelto al parque donde por la tarde se escuchaba el mirlo. Faltaban menos de
dos horas para el amanecer y el pájaro negro cantaba de nuevo en la cornisa. El
duende me invitó a sentarme en un banco. Y pronto se escucharon los cantos de
otras aves.
El menudo
chochín (Troglodytes troglodytes)
gorjeaba con estridencia sus frases llenas de trinos. Pude verlo cuando se
deslizaba cabeza abajo por el tronco de un árbol y lo seguí unos instantes
entre los setos de aligustre hasta que se esfumó entre la hojarasca.
“Pequeño como un ratón,
chiquito, pardo y chillón.
Canta fuerte, pajarín,
despierta a las flores de mi jardín.”
Ya cerca
del amanecer sonaron los gorjeos de los verderones (Carduelis chloris) entre las acacias y catalpas. Y al hacerse de
día, se escuchaba una melodía confusa, mezcla de jilgueros (Carduelis carduelis), otra vez mirlos,
de nuevo chochines y verderones, verdecillos (Serinus serinus), y hasta el agudo fraseo rítmico de un agateador
común (Certhia brachydactyla), que me
dijo el duende, como un secreto, que criaba en un pequeño hueco del tronco de
un inmenso laurel que crece al lado de la fuente del angelito que arreglaron no
hace mucho.
¡Qué
admiración me producen los cantos de las aves! Qué suerte el poder deleitarme
con sus melodías en pleno centro de la ciudad. Cómo es verdad que a menudo no
reparamos en la belleza de un trino cuando caminamos deprisa, sin tiempo para
escuchar. ¡Cómo se acerca la Naturaleza hasta nosotros! Y cuántas veces
prescindimos de ella… Cómo se pasan las primaveras sin darnos cuenta de que en
nuestros tranquilos pueblos y en nuestras no muy grandes ciudades podemos
disfrutar de bellos espectáculos naturales. Todavía me sorprende el poder
escuchar a un ruiseñor tan cerca de donde habito.
Cuando los
primeros viandantes invadieron el parque en el débil trasiego mañanero de un
día de domingo, me despedí del duende sin poder ver por dónde se fue y regresé
a casa. Antes de que me venciera el sueño, leí un fragmento de un poema de
Neruda:
“Poeta provinciano,
pajarero,
vengo y voy por el mundo,
desarmado,
sin otrosí, silbando,
sometido
al sol y su certeza,
a la lluvia, a su idioma de violín,
a la sílaba fría de la ráfaga …
… soy un desesperado pajarero,
no puedo corregirme
y aunque no me conviden
los pájaros a la enramada,
al cielo
o al océano,
a su conversación, a su banquete,
yo me invito a mí mismo
y los acecho
sin prejuicio ninguno:
jilgueros amarillos,
tordos negros,
oscuros cormoranes pescadores
o metálicos mirlos,
ruiseñores,
vibrantes colibríes…”
Petirrojo (Erithacus rubecula)
Chochín (Troglodytes troglodytes)
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